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Excursión por el archipiélago de La Maddalena - Saboreando el Mundo
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Excursión por el archipiélago de La Maddalena

Un nuevo día se alzaba en Sardegna, y nosotros con él. Después de un relajante día de playa, nos esperaba un poco más de acción. Desayunamos, cogimos la mochila con las toallas y la crema solar, la cámara de fotos, y con el bañador ya puesto nos dirigimos andando al puerto de Palau, de dónde partía nuestro barco. Habíamos reservado con antelación una excursión por el archipiélago de La Maddalena con la compañía de barcos Elena tour. Tienen dos barcos que hacen dos recorridos distintos. Uno es más paisajístico, y el otro, el que nosotros elegimos, es más “bañista”, por decirlo de alguna manera.

Llegamos al puerto con tiempo, esperando tener algún problema en localizar nuestro pequeño crucero. Y sí, así fue. Una multitud de barcos está atracado en el puerto deportivo de Palau, y la gran mayoría de ellos organizan rutas por el archipiélago. Hay veleros, cruceros privados y otros de grupo, y todos ellos intentan venderte una entrada para el suyo…nos invadió la desesperación al tener que ir diciéndole a todo el mundo que ya teníamos reserva, “grazzie”…

Recorrimos el puerto de arriba a abajo y de abajo a arriba, y al fin los encontramos. Son los barcos más grandes del puerto, y están justo al lado del ferri que cruza de Palau a la ciudad de La Maddalena. Dimos nuestros nombres y embarcamos. Íbamos a pasar todo el día en el barco, y la excursión incluía la comida, así que ese día nos olvidamos del picnic.

Un poco más tarde de las diez y media zarpábamos hacia nuestro primer destino. Rodeamos la costa de Palau y pasamos justo por enfrente de nuestro camping.

Ese día hacía un poco de viento ya de buena mañana. Nos colocamos en la proa del barco y alguna que otra ola nos mojó…el capitán iba explicando hacía donde nos dirigíamos , por dónde pasábamos, y de paso se reía un poco de nosotros.

Realmente un hombre con un don muy grande para entretener a la gente. Hizo de la excursión algo más, y por eso creemos que tienen tantísimo éxito, por la simpatía y don de gentes de la tripulación.

En una media hora nos plantamos en la primera playa de la ruta. La cala Corsara, en la isla de Spargi. Bajaron la pasarela y desfilamos todos a través de unas rocas hacía la playa. Todos los barcos, o la mayoría de ellos, atracan en esa playa.

Pero el nuestro llegó el primero. Tiramos la toalla a primera línea de mar y con nuestro genial kit de snorkel nos echamos al agua. Un agua turquesa y transparente, completamente en calma, aún a pesar del viento.

Disfrutamos de un buen rato de tranquilidad, hasta que empezaron a llegar los demás barcos y la playa se masificó.

Muchos veleros privados estaban ahí desde antes que llegáramos. Algunos se disgustaron y se marcharon al ver llegar la marabunta de gente.

Teníamos un tiempo limitado, y mucha gente, en lugar de bañarse se aventuró a subir hasta puntos más elevados de la isla para ver las preciosas vistas.

Nosotros nos quedamos y disfrutamos tanto como pudimos del agua.

Pasada una hora, recogimos y nos dirigimos de vuelta al barco. En llegar nos sentamos en las mesas que se encuentran dentro del barco y cuando estuvimos todos a bordo, nos repartieron unos platos de plástico. Salió un hombre de la cocina con una enorme cazuela llena de macarrones con tomate y gambitas, y nos llenó los platos. Fuimos al “bar” de abordo y compramos dos cervezas fresquitas.

Después del rato de playa estábamos hambrientos y la pasta nos pareció buenísima. Estaba al dente, cosa que solo se consigue comer en sitios así si estás en Italia. En ningún sitio, por turístico o cutre que sea, te servirán pasta pasada de punto.

Cuando nos terminamos la comida del plato, el hombre de la cazuela volvió para ofrecernos repetir…y, por supuesto, no le dijimos que no!

Zarpamos, y mientras digeríamos la comida, rodeamos la costa de Spargi y de Brudelli. Paramos en frente de una playa en la que se encuentra la cabaña en la que vive el guarda de las islas, ya que el archipiélago es una reserva natural. El capitán tocó la bocina y el guarda salió a saludarnos con los brazos.

Seguimos la ruta y pasamos por delante de decenas de pequeñas calas. En muchas no se puede atracar sin un permiso especial y estaban vacías, y en otras había unos pocos veleros privados.

Por fin llegamos a nuestro siguiente destino, las piscinas naturales del Porto della Madonna, en la isla de Brudelli. El barco echó el ancla en medio del mar y nos dejaron saltar por la borda, siempre con supervisión de la tripulación.

Por desgracia ese día, con el viento, el agua estaba un poco revuelta y por seguridad estuvimos muy poco rato…una pena.

En breve pusimos rumbo a la última playa, la cala de Santa María, en la isla del mismo nombre. Esta isla si que está poblada. Hay varias personalidades que tienen la suerte de haber conseguido permiso para construir en el exclusivo parque natural.

Después de atracar algunos aprovecharon para darse una vuelta por los caminos que llevaban del pequeño muelle a las casas. Nosotros, una vez más, tiramos la toalla y nos quedamos en la playa. Esa vez no llegamos los primeros, y tuvimos que colocarnos debajo de unos arbolitos, no en la mejor zona de la playa. No fue la mejor playa ni de lejos, pero era la última y la disfrutamos como tal.

En media hora ya zarpábamos, esta vez hacia la ciudad de la Maddalena. El viaje duró unos 45 minutos y rodeamos la isla de la Maddalena, la más grande del archipiélago.

Entramos en el puerto y nos dieron un cupón de descuento para una de las heladerías del paseo maritimo. La ciudad de la Maddalena es relativamente grande, del tamaño más o menos de Palau, aunque mucho más tranquila.

Dejamos el helado para la vuelta y empezamos a recorrer las callejuelas del centro. Llenas de tiendas de souvenirs, aprovechamos para comprar imanes para la nevera. Una hora no dio para mucho, pero disfrutamos del paseo. De vueta al barco paramos a comprar el helado, nosotros y la mayoría de gente del barco. Me alucinó el sabor del gelato de kínder bueno…!

De vuelta a Palau, nos acercamos al capo d’Orso, para ver la roca en forma de oso que da nombre al cabo. Se puede visitar desde tierra, pero la apreciación de la figura debe de ser, sin duda, desde el mar.

Después de un ajetreado día de ruta, desembarcamos en el puerto sobre las seis de la tarde. Estabamos bastante cansados y decidimos ir al camping a ducharnos y plantear la cena.

Una vez duchados y fresquitos, nos entró el hambre, pero no nos apetecía mucho andar hasta el centro y buscar un restaurante. Así que nos quedamos en el restaurante del camping. Los que lo llevaban eran los mismos que el Cucumiao y teníamos un 10% de descuento, así que nos convencimos fácilmente.

Hacía airecito, pero aún así nos sentamos fuera. No era muy tarde, y había mucha luz aún. Pedimos pulpitos con salsa de tomate picante de aperitivo, con unas copas de vino blanco. De plato principal elegimos los dos parrillada mixta de pescado, con vieiras gratinadas. Los langostinos no fueron como los de Santa Teresa, eran congelados y se notaba en la textura. Aún así, la cena nos costó más cara que la de la noche anterior en el Cucumio, y con el descuento!

En ese restaurante probamos el Filu’e ferru, un aguardiente sarda que se sirve muy fría, como el orujo.

Después de pagar la desorbitada cuenta, nos dimos un paseo por el camping, ya de noche y fuimos a acostarnos. Caímos en la tienda como si hubiéramos estado andando todo el día.

La excursión valió mucho la pena. El capitán y su tripulación, la ruta, la comida…todo hizo de ese un día redondo y divertido.

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